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CENA A CIEGAS... UNA OPINION, UN RESUMEN PERSONAL

21.07.2015 18:41
Cenar a ciegas, mirar con el corazón y las manos
 
Demoré un poco en escribir esta nota porque necesitaba procesar lo vivido el viernes 10 de julio en Puerto Cristal.
Durante la semana había dudado sobre participar o no en la "cena a ciegas" que impulsaban Ana María Parejas y la Escuela Especial número 11. Y después, recordando lo que decía el personaje de Fernando Siro en "Dónde estás amor de mi vida...", o sea "que nunca tengas que arrepentirte de lo que no hiciste", me dije y dije que sí. Era un rato, era una experiencia, todos insistían en que debía ser algo grato y divertido.
Como para afirmar mi decisión recibí una nota escrita en español y en Braille por Andrés Barrientos, que me recordaba aquellos tiempos ya lejanos cuando él y sus compañeros comenzaron a visitar mis programas. Reviví una noche inolvidable de Viernes de Café cuando Andrés, su mamá y -si no me equivoco- la docente Carina Leonardi, llegaron con una máquina de escribir en Braille y nos dieron la primera gran lección de integración. Otro viernes Julio Pantoja y Coco Gamboa cantaron "Ojos de cielo". Y al paso de los años han logrado muchas cosas, y muchas faltan todavía para una sociedad ideal.
Todo lo que pude imaginar fue poco cuando llegó el momento de ingresar, y el vendaje en los ojos, y un antifaz arriba. Desapareció el salón, las mesas, las distancias, comenzaron a mezclarse las voces, la música, y podía haber mesas, sillas, peligros, gente con la cual tropezarse. Parecía que el mundo se distanciaba y se acercaba hasta con una sensación de claustrofobia que estuvo a punto de hacerme desistir. Era tan sencillo como decirle a Walter Zúñiga o a Jorgelina Pelagagge que esa vez no me animaba, que otra vez sería. Y sabía que lo comprenderían perfectamente, por lo que volvería a mi casa sin problemas, para cenar a plena luz.
Creo más en la palabra "resistir" que en "desistir", así que me dejé guiar hasta la mesa, que pareció estar a unos cien metros de la entrada, llevando un bastón que, por supuesto, no sabía usar. La primera adaptación fue sentarme, sacarme y colgar el abrigo, poner las manos sobre la mesa para ubicar algo tangible, mover el codo izquierdo para descubrir si había alguien a mi lado, preguntarle quién era, tratar de hablar con mis vecinos de enfrente, reconocer las voces de María Inés Mercado, Ariana Cárdenas, Hugo Gandolfo, celebrar la llegada de Esteban Mazzucco y hacerle un chiste sobre la corbata. 
El primer reclamo, y creo que el único, estuvo relacionado con el volumen de la música. Es un problema de los sonidistas en toda reunión social eso de tapar las voces con estridencias. En este caso me resultaba mucho más exasperante, porque el oído era la única referencia para calcular distancias, escuchar risas, identificar tonos, guiarse mínimamente en la imponente oscuridad. La música no estaba tan alta, pero parecía, y decidí hacerlo saber. He leído que cuando falta uno de los sentidos se sensibiliza mucho algún otro, y así lo experimenté.
La charla se hizo fluida, en este caso condicionada por el hecho de que nos conocíamos y teníamos temas de conversación. Historias personales, algunos chistes, comentarios sobre lo que estábamos viviendo, amenizaron el tiempo de la comida. Willy, propietario del restaurante, con su voz clara y grave, nos explicó que a nuestra derecha estaba la bebida y el vaso, y dónde estaban los cubiertos. Las empanadas desaparecieron rápidamente y se me ocurrió probar a cortar la pizza con el cuchillo y el tenedor. Seguramente fueron trozos asimétricos pero lo logré. El extremo cuidado y el ejercicio del tacto hicieron que no se volcara ni una gota de la Levité Cero, que prefiero a cualquier bebida azucarada.
Luego vino la brochette, y nuevamente el intento de cortar las porciones de pollo, sólo por experimentar un poco más allá. Y las papas, y la escarola, con la mano, como lo haría en cualquier otra comida.
Gandolfo pidió ir al baño. Un rato más tarde quise hacerlo también, para reconocer el salón, sus medidas, los espacios que he transitado infinidad de veces. Guiado hasta el ingreso, pude llegar sin problemas y lo más importante, sin mojarme... En el trayecto de ida y regreso de los sanitarios parecía que hubiera mucha gente a mi alrededor, pero era producto de la charla incesante de los comensales. De ellos, sólo cuatro personas y los mozos estaban sin vendaje.
Me intrigaba cómo sería escuchar un show sin observar las miradas de los músicos, sus gestos, sus pies, ese erotismo que moviliza a la gente que canta, esa complicidad que buscan desde la mirada, desde una mano levantada, un hombro en movimiento. Sólo sería el sonido de los instrumentos y el magnetismo de las voces. Es una vivencia difícil de describir, porque no era un cd ni una radio. Eran seres humanos cantando en vivo y nuestro aparato auditivo tratando de buscar la mejor orientación para escucharlos. Ellos sí nos miraban y sería interesante saber cómo lo sintieron.
Un par de horas, sólo un par de horas duró esta experiencia. Nos ofrecieron quitarnos los antifaces al momento del postre, pero Hugo, Christian Rosas y yo, sin saberlo ni vernos, preferimos conservarlos hasta el final. No por nada existen entre nosotros grandes diferencias y algunos puntos estéticos y sentimentales en común. Fue un alivio volver a nuestra realidad, a nuestro privilegio maravilloso de ver los colores, las texturas, los ojos, los cuerpos, las plantas, la comida, las montañas y las puertas. 
No percibí emociones extremas, ni cambios rotundos en mí, pero ha sido una experiencia de comprensión; la diferencia entre hablar del agua y meterse en el agua, la diferencia entre hablar del amor y estar enamorado. Esos aprendizajes tendrán que ayudarme, necesariamente, a ser una mejor persona, a mirar más con los ojos del corazón, a abrir cada vez más puertas para los que quieran jugar a construir un mundo mejor, más sano, más integrado.
 
Mario dos Santos Lopes 
 

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